La continuidad de la empresa familiar se asegura cuando se aplican con rigor los principios de meritocracia y equidad, reemplazando el favoritismo por resultados y diálogo objetivo.
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Por Félix Guevara CCEF*
Hablar de meritocracia y equidad en la empresa familiar es, para muchos fundadores, abrir una caja de Pandora. Son términos que se pronuncian con facilidad pero que, llevados a la práctica, cuestionan inercias profundas: el ascenso automático del primogénito, los salarios “por cariño” o la resistencia a que un externo le ponga lupa a las finanzas del clan. Y, sin embargo, cuando estas dos ideas se vuelven principios rectores, la tensión cotidiana se desinfla como por arte de magia.
Meritocracia significa premiar el desempeño con oportunidades, reconocimiento y poder real de decisión. Es insuficiente decir que “el que más aporta, más recibe”; la frase debe respaldarse con perfiles de puesto, metas medibles y evaluaciones periódicas. La equidad, por su parte, es diferente a repartir todo en partes iguales, sino atender las distintas circunstancias —la rama que trabaja en la operación diaria, la que aporta capital y la que aún estudia— de manera justa y transparente. Cuando ambas conviven, la conversación familiar pasa de “te ascenderé porque eres mi hijo” a “te ganaste esta responsabilidad porque demostraste liderazgo”.
Estadísticas del Family Firm Institute recuerdan que solo tres de cada diez negocios familiares sobreviven al relevo generacional. El porcentaje cae a 12% en la tercera generación. Falta un terreno de juego nivelado, donde uno percibe favoritismo, otro acumula rencor, y el conflicto se cuece a fuego lento hasta que explota en la próxima asamblea de accionistas.
Quienes han domado este dilema comparten patrones dignos de imitar. Pensemos en Grupo Bimbo: la familia Servitje entendió, desde la segunda generación, que el apellido es insuficiente para tener habilidades directivas. Crearon un programa de carrera ejecutiva interno que hoy produce más del 75% de sus líderes de línea, sin distingo entre parientes y foráneos. El mensaje es claro: “ser familia te abre la puerta, pero no te sube el ascensor”.
Otro ejemplo ilustrativo lo encontramos en S.C. Johnson. La familia que fabrica productos de limpieza exige a sus descendientes, cumplidos los 21 años, trabajar al menos dos años fuera de la compañía antes de aspirar a un cargo interno. Así, el joven Johnson llega con cicatrices reales del mercado, y con anécdotas de sobremesa. La medida evita la complacencia y alimenta la cultura de aprendizaje continuo.
Cuando un salario se ajusta, al alza o a la baja, hay números que lo justifican. El pariente beneficiado deja de ser “el consentido”, y para a ser “el gerente que superó su objetivo de EBITDA”.
Ahora bien, ¿por dónde empezar si usted es fundador y aún ve la meritocracia como una utopía? Primero, escríbalo. Un principio oral es un deseo en vez de ser política. Defina qué competencias exige cada puesto clave, cómo se medirá el desempeño y qué recompensas se habilitan si la persona excede lo esperado. Segundo, meta a la familia en la conversación. Invitar a los hijos a opinar sobre metas, bonos y planes de sucesión fortalece la autoridad paterna, porque vuelve colectiva la decisión.
A las generaciones siguientes les toca un deber igual de retador: ganarse el apellido. Eso implica estudiar, acumular experiencia externa, traer ideas frescas y, sobre todo, aceptar la evaluación objetiva sin leerla como un ataque personal. Quien quiera mando debe exhibir resultados.
También he visto que la paz interna se consolida cuando existen órganos de gobierno mixtos. Un Consejo de Administración con al menos un tercio de los consejeros independientes funciona como árbitro imparcial. Su mirada fría evita que la discusión estratégica derive en un duelo de egos familiares. A la larga, los mismos accionistas agradecen que alguien sin el peso de la historia común ponga orden en la sala.
Naturalmente, ningún protocolo es inamovible. Los mercados cambian, la edad avanza, los nietos llegan. Revisar cada año las reglas de ingreso, retiro y reparto de dividendos oxigena la relación. Si algo ya deja de funcionar, se debe ajustar a tiempo y el disgusto se resuelve. En ese sentido, la meritocracia y la equidad son procesos vivos: se perfeccionan a base de diálogo transparente y datos en la mesa.
Permítame cerrar con un recordatorio optimista. La empresa familiar posee un activo que las corporaciones cotizadas envidian: la fuerza emocional del legado. Ese mismo sentimiento puede ser chispa de rivalidad o combustible de innovación, dependiendo de qué tan justo y meritocrático sea el terreno donde se juega. Cuando el fundador establece reglas claras y los herederos demuestran valía propia, la conversación pierde dramatismo y gana visión de futuro. Eso, más que las utilidades de corto plazo, es el verdadero secreto de la paz.
Hoy, más que nunca, la continuidad se construye. Una familia empresaria que abraza la ecuación mérita + equidad se regala a sí misma el privilegio de discutir ideas, en lugar de personas, y garantiza que la obra iniciada trascienda su primer apellido. Ese es el legado que vale la pena preservar.
*Consultor certificado en empresas familiares – Portafolio Corporate Solutions.
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